El costo del hambre de poder

hace 1 día 1

El costo del hambre de poder

Resumen: Mientras la cuarta parte de la población sufre una situación de hambre catastrófica, el resto vive en un constante estado de emergencia alimentaria

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El Medio Oriente, una cuna de civilizaciones milenarias y de culturas, se ha convertido, por desgracia, en el escenario recurrente de un drama que se repite a lo largo de las décadas: el hambre de poder. Esta ansia voraz, personificada en los líderes de la región, ha sembrado una energía de ausencia y desolación que se ramifica hasta los rincones más íntimos de las comunidades. Más allá de la retórica política y los conflictos armados, es la necesidad de tenerlo todo lo que moldea una realidad en la que la vida misma se vuelve un bien negociable.

La tragedia humanitaria que se vive actualmente en Gaza es un reflejo crudo de esta dinámica. Expertos y organizaciones de ayuda humanitaria han advertido que los recursos básicos, como los alimentos y el agua, se han transformado en herramientas de guerra. En un giro perverso, la inanición se utiliza como una estrategia calculada. Más del 90% de la población de Gaza libra una lucha diaria por sobrevivir, no solo a los bombardeos, sino también a la escasez extrema. Miles de niños, los más vulnerables, corren el riesgo de morir por la simple falta de alimentos y medicinas. Este no es un desastre natural; es una crisis humanitaria fabricada por el hombre, impulsada por la sed de poder.

Mientras la cuarta parte de la población sufre una situación de hambre catastrófica, el resto vive en un constante estado de emergencia alimentaria. Los residentes de Gaza enfrentan una doble batalla, huir de los misiles y, al mismo tiempo, buscar desesperadamente algo para comer. La escena de personas arriesgando su vida por una bolsa de harina o una lata de alimentos es una imagen que desgarra el alma. En los centros de distribución, lo que debería ser un alivio se convierte en una trampa mortal, donde las estampidas son tan brutales como los propios bombardeos, y la vida se pierde por la simple esperanza de conseguir un bocado.

Ante esta realidad, surge una pregunta que resuena con dolor e indignación: ¿dónde está el mundo que dice preocuparse por los derechos humanos? La comunidad internacional observa con una pasividad que parece cómplice, mientras que la falta de acción y la división política dejan a millones de personas a su suerte. La situación en Gaza es un recordatorio de que los derechos humanos se han convertido en una moneda de cambio, un concepto vacío que se invoca cuando conviene y se olvida cuando la geopolítica exige un silencio calculador. Esto es el poder del silencio.

El hambre de poder es un virus que no conoce fronteras. Se manifiesta en los conflictos globales, pero también en los rincones más cercanos de nuestra vida cotidiana. En nuestras propias familias, se evidencia cuando alguien intenta controlar cada decisión, cada movimiento, aniquilando la individualidad de los demás. En el entorno laboral, se materializa cuando los intereses personales de una persona se imponen a costa del bienestar del equipo o la organización. En las relaciones de pareja, el afán de dominar al otro puede ahogar la relación y transformar el amor en una lucha de voluntades.

Esta energía de la necesidad, que busca tenerlo todo, es un reflejo de una profunda inseguridad y vacío interior. Quien siente que no tiene poder, lo desea con tal intensidad que proyecta esa carencia en todo su entorno. El hambre de poder, en su forma más extrema, puede llevar a actos genocidas, tanto a gran escala como en micro-contextos. Al igual que los líderes en el Medio Oriente utilizan la inanición como arma, en nuestro entorno, podemos ejercer un poder destructivo que asfixia, anula y despoja a los demás de su dignidad y autonomía.

No nos dejemos engañar por esta sed de control. Es crucial reflexionar sobre las formas en que esta energía se manifiesta en nuestras vidas. Si observamos a nuestro alrededor con honestidad, quizás descubramos que, sin darnos cuenta, estamos siendo cómplices o protagonistas de pequeños «genocidios» en nuestros propios entornos, destruyendo relaciones y sueños por la simple ambición de tener la última palabra. La verdadera fuerza no reside en el control, sino en la capacidad de empatizar, compartir y construir un presente en el que el poder sea una herramienta para servir, no para dominar.

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