Me di cuenta de que Mario se nos estaba yendo una tarde en la Real Academia Española porque lo oí, confundiendo dos realidades inconexas, mientras conversábamos camino a la sala de plenarios. Preferí pensar que la confusión era mía, pero no pude dejar de temer por él. A menudo, al leer a Virginia Woolf, sus novelas y sus diarios, sobre todo, he imaginado lo que sería para ella percibir trechos resbalosos en la coherencia de su pensar. Para mentes lúcidas cuyo mayor tesoro ha sido la potencia y placer de un intelecto extraordinario, la sensación de perder el dominio sobre este debe de ser intolerable y doloroso. Rogué que no fuera el caso de Mario.