“Cuando los jóvenes parten con la sensación de que no hay futuro en sus tierras, perdemos algo más que personas, perdemos posibilidades”.
Por Valentina Petro Carmona.
Migrar no siempre significa cruzar fronteras internacionales. Es migración cuando se dejan las veredas para ir a un municipio o cuando se realiza un traslado del pueblo natal a una ciudad más grande, y claro, salir de un país a explorar otro. Y aunque algunas migraciones sean más cercanas que otras, todas comparten algo en común, maletas con sueños y miedos, una salida con el fin de buscar lo que en su espacio no encuentran, llevando consigo un aire de nostalgia y esperanza, guardando en la memoria cada sabor, olor e historia para abrigarse en medio del camino. Cada cambio de lugar, transforma tanto a la persona que lo vive como a la comunidad que deja atrás.
Irse no significa dejar de amar, tampoco admitir de forma inmediata un desarraigo; quien se va suele llevar en el acento, pedazos intactos de su raíz. La migración no siempre es ruptura; muchas veces es un puente, una posibilidad para aportar y mejorar desde otro punto. El joven que parte no siempre renuncia a su tierra, simplemente la mira desde otra orilla; aunque esto le pueda generar sentimientos de no pertenecer a ningún lado, cuando se encuentra con la nostalgia por la comida de la abuela, por la música de las fiestas patronales, los cafés del parque, los deportes colectivos, las tertulias en la plaza, la familia y los amigos, todas esas raíces que le sostienen, le generan identidad y le recuerdan que tiene un lugar al que pertenece y puede volver, cruzándose con la satisfacción de los sueños materializados, la valentía que tomó al volar, los proyectos en marcha y la certeza de estar construyendo una nueva vida llena de sentido y razones.
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La migración no es solo una decisión personal; es un reflejo de desigualdades estructurales. Hay muchas razones que la sustentan, las guerras, los empleos, las oportunidades académicas, el hambre e incluso temas deportivos y culturales. Por lo mismo hay tantos tipos de migrantes: el que se va y desea retornar, el que se va y retorna, el que murió en el intento, el que se marcha y no puede regresar, el que se va porque huye, el que se va y decide no retornar, el que se va y no desea volver y el que con el tiempo comienza a ser parte de su otro lugar.
Seguido a esto, en la actualidad se está dando un evento interno de migración juvenil con diferentes causales a las de otros tiempos. Según el DANE, más del 70 % de los jóvenes rurales aspira a migrar a las ciudades por motivos educativos y laborales; esto genera un fenómeno silencioso: municipios con alta producción agrícola, pero con menor relevo generacional, lo que dispara las alertas de decadencia cultural y productiva.
La migración no es un enemigo, es parte de la vida y una oportunidad de crecimiento para esta. Pero no debe verse como la única oportunidad de crecimiento y formación. Cuando los jóvenes parten con la sensación de que no hay futuro en sus tierras, perdemos algo más que personas, perdemos posibilidades. Es necesario fortalecer la educación técnica y superior en las regiones, el impulso de emprendimientos locales, el fomento de espacios culturales y deportivos, la dignificación de cada labor y la apropiación de la historia y el territorio; porque quedarse o retornar son opciones igual de dignas y poderosas.
De eso se trata, de tener raíces para sostenernos y alas para poder volar. Los jóvenes de Antioquia ya tienen ambas, es necesario apostar por territorios que los abracen lo suficiente para que no tengan que elegir entre soñar y permanecer. Porque la elección es individual, pero juntos construimos sociedad. Aprovecho para decir que admiro profundamente a cada persona que sale del calor de su hogar persiguiendo sueños o siguiendo instintos de supervivencia, que abrazo a cada corazón que se ha sentido en soledad, insuficiente o sin identidad; y que al final del día, cada quien hace lo que le parece conveniente con el camino que ya comenzó a andar.
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