“Desafortunadamente hoy en día el ejercicio político y electoral (…) se construye exclusivamente a través de estrategias de marketing, desplegando narrativas acomodadas y malintencionadas, relegando a un costado el análisis reflexivo y crítico”.
Por Simón Vargas.
Debe existir una correspondencia directa entre el eslogan de los políticos y su propio estilo de vida, su cotidianidad. Un estilo de vida tipo realeza es fundamentalmente contradictorio a los principios de justicia, equidad y servicio a la comunidad. Este debería ser un criterio para discriminar y elegir entre un buen y un mal político. A nivel local padecemos la grandilocuencia de un par de reyezuelos en sus pequeños feudos.
Muchas personas que hoy presumen las más altas dignidades (contadas excepciones), no son más que mercaderes de la política, que operan bajo una lógica irreflexiva y acrítica de la realidad. Su ejercicio de poder está fundamentado en intereses personales; ya sea para obtener algún tipo de estatus, ya sea para recibir beneficios económicos o dádivas que les permitan escalar socialmente. En nuestro contexto, es común ver figurones políticos, fabricantes de ficciones, que se asumen moral y estéticamente superiores. Irrita el arribismo y la falta de creatividad.
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Hannah Arendt, en su célebre texto La condición humana, plantea que todo ejercicio de pensamiento crítico y libre deviene necesariamente en una acción ética y política comprometida. Reivindica la acción y el discurso como posibilidad de aparición en la esfera pública. La política como escenario de la pluralidad y la libertad humana. En contraste, desafortunadamente hoy en día el ejercicio político y electoral parece la antítesis del planteamiento arendtiano; se construye exclusivamente a través de estrategias de marketing, desplegando narrativas acomodadas y malintencionadas, relegando a un costado el análisis reflexivo y crítico de la realidad y los problemas. En la forma tradicional de política transaccional e identitaria la persuasión es más importante que la búsqueda de la “verdad”. Convencer a toda costa, a pesar de las mentiras y las falacias argumentativas, es lo que vale; quien mejor acomode las narrativas y se pliegue a la coyuntura del momento es quien más gana adeptos y finalmente quien termina ostentando una falsa legitimidad.
Una de las razones por las que resulta chocante esta forma de hacer política tiene que ver con el clásico pensamiento de identidad de grupos que encierra un problema moral complejo: toda vez que divides a la gente en dos bandos y los enfrentas entre sí, es muy fácil asumir que todo el mal del mundo se concentra en un grupo (hipotéticos opresores) y todo el bien del mundo en el grupo contrario (hipotéticos oprimidos). Una ingenuidad incompresible que atrofia el pensamiento, empobrece el debate y carcome esta sociedad. Parece ser que nuestros líderes han perdido la capacidad de argumentar y no les queda otra alternativa, como en muchas ocasiones, que la cancelación y la censura.
Se ha sobrevalorado la política; los pronunciamientos, las fotos, el acaparamiento y burocratización de todo, satura. Los figurones políticos abundan y los medios de comunicación amplifican la farsa. La demagogia ya está institucionalizada. La espectacularización de los hechos y el escándalo en la escena pública son el pan de cada día. El camino que señalaba Arendt ya es solo una nostalgia del pasado. Los políticos rara vez se guían por un interés genuino de reconocimiento a la pluralidad y servicio desinteresado a la comunidad. En la mayoría de los casos, simplemente y de manera pasiva, siguen órdenes.
Cambiar el paradigma en la política implica hacerlo desde las bases, y esto es, la forma como se legitima el ejercicio político electoral, es decir, la forma como votamos. Dirán que son ingenuos aquellos quienes piensan distinto a como tradicionalmente se ha hecho la política, pero sin lugar a duda las estructuras de poder se ven mejor desde los márgenes, desde la periferia. Es solo desde este lugar que se pueden reconocer claramente sus intereses absolutos, su egoísmo y sus jugadas maquiavélicas. Desde adentro, solo se puede ser un voluntario ingenuo como veleta al vaivén de intereses menores.
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