“Me gustaría, pero bien sé que no le es
posible al hombre poseer el máximo bien sino
participar de él”.
Safo
Por Cristian Aristizábal.
Para describir nuestra realidad la mejor herramienta son las letras. Así lo han demostrado los grandes escritores y escritoras que han perdurado en el tiempo por la brillantez de su pluma y la genialidad que poseen para combinar ideas. Su ingenio produce relatos que dibujan en nuestra mente las narraciones que exponen. Cada característica, descripción y detalle recrea un marco escénico en el que nos podemos sumergir como lectores.
De este modo, vemos cómo la escritura tiene un poder invaluable, que no solo abre la imaginación, sino que también revela, impulsa y muchas veces condiciona. Pues bien, en el acto de escribir existe toda una capacidad de transformación y en ella, una responsabilidad que muchas veces pasa desapercibida.
Esto se evidencia cuando, en ocasiones, caemos en juicios de valor que delimitan o justifican las acciones y los pensamientos. Ejemplo de ello es la frase que reza “somos hijos de nuestra época”. Y sí, es imposible salir de ella definitivamente, ya que parte de nuestra idiosincrasia e identidad también está forjada por los quehaceres cotidianos. Pero ¿de dónde surge lo que no está compaginado con lo que llamamos “nuestra época”? o ¿por qué se revelan esos sentimientos de empatía con épocas pasadas? Responder estas preguntas no es mi objetivo, pero son un punto de partida para señalar la importancia que tiene la literatura como narración de una corriente de pensamiento, de un lugar, de una situación o, para hablar en términos más generales, de una época.
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De esta manera, es interesante hablar de la literatura como ejercicio de escritura que define y recrea lo que nuestro alrededor nos quiere decir. Unas veces, aferrados a lo que estrictamente perciben nuestros sentidos. Otras, yendo más allá de lo que la realidad nos presenta. Pero es dentro de este ejercicio donde hay vía libre para plasmar todo lo que la cotidianidad nos transmite.
Así pues, el ejercicio literario se convierte en la puerta de entrada a un universo. Por medio de él es como habla quien escribe y son las letras las que cargan con la responsabilidad de lo que ellas mismas puedan generar. Pero ellas, al describir los espacios y nuestra realidad, solo dan el primer paso cuando existe un proyecto que va más allá de la descripción. La literatura expone, presenta, maquilla, orienta y prepara un camino lleno de aristas que son producto de la sensibilidad ante las diferentes situaciones que se viven. Dentro de ella se expresan los sueños, los temores, y hay libertad para plasmarlos. Pero a pesar de esa libertad, también hay que decir que el ejercicio literario es un acto revolucionario que busca la veracidad de los hechos cotidianos y que en su afán por alcanzar la verdad, termina siendo una línea de fuga ante la incapacidad de abarcar la totalidad de lo real. La literatura, entonces, se muestra como carta de presentación de una realidad que necesita ser penetrada si se está buscando la verdad.
Cabe aclarar que no estoy subestimando el trabajo de la literatura. Por el contrario, siento que la labor literaria es grandiosa por su capacidad descriptiva y transformadora, pues es dentro de ella donde es posible encontrar el camino ideal que cobija la realidad dando matices físicos, metafísicos, poéticos y reflexivos. Su labor es tan valiosa, que todas las herramientas que posee pueden ser utilizadas para reflexionar y adentrarse en el universo expuesto por ella para ir en búsqueda de la verdad. Una función que es complementada y pulida de manera extraordinaria por la filosofía.
Ahora bien, aquí es importante recordar la labor de la filosofía no solo como amor por el conocimiento, sino como disciplina que busca la verdad. Y tal vez suene utópica su función, puesto que a lo largo de la historia se nos ha presentado el alcance de lo verdadero como algo imposible porque siempre hay algo más allá de lo que creemos tener en las manos. La historia nos ha demostrado que muchas de las respuestas que buscamos terminan convirtiéndose en preguntas, y que el ejercicio filosófico que indaga, se sumerge, cuestiona y reflexiona, pasa a un marco sin importancia por no presentar a la humanidad respuestas dogmáticas que funcionen como salvadoras de la cotidianidad.
Inclusive, dentro del contexto que muestra a la filosofía como una disciplina fracasada dentro de su labor, también se puede mostrar como una asignatura que poco o nada tiene que ver con la literatura, puesto que esta última, dentro de la libertad narrativa que tiene, cumple a cabalidad su función de describir los espacios, imposibilitando la tarea de la filosofía, porque ella —la literatura— logra describirlo todo. Pero ¿cómo racionalizar lo que de manera brillante nos presentan los escritos literarios?
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A la función que por definición tiene la filosofía dadas sus raíces etimológicas, es fundamental agregar el término que es de gran importancia para la pensadora Ángela Calvo: philia. Con este concepto, ella presenta la filosofía como una acción constante que se regenera y se impulsa a sí misma a través del deseo. Pasa de verse como una entidad estática que busca un fin, para convertirse en una asignatura que está en constante movimiento, donde el alcance de la verdad, que parecía utópico, se convierte en el motor. Pues esa verdad intangible que se escapa, es la misma que da fuerza a la funcionalidad de la filosofía dando paso a la presencia y ausencia de la verdad. Solo con la interiorización de estos dos conceptos entendemos la función real de la filosofía. Dentro de este movimiento, presencia-ausencia, es donde la labor filosófica cobra sentido permitiendo participar del objetivo que llamamos verdad, aunque no lo poseamos. Este debe ser el ideal al cual la filosofía no debería renunciar.
Es importante, entonces, realizar el vínculo entre literatura y filosofía, no como dos disciplinas independientes que en algún momento pueden llegar a tener por casualidad algo en común, sino como dos ejercicios que se complementan, siendo la filosofía la herramienta de análisis de lo que la literatura expone.
En definitiva, la literatura con sus descripciones y caracterizaciones de lo que la realidad nos brinda, es la herramienta que nos permite expresar lo que pasa a nuestro alrededor. Pero es la filosofía, dentro de su función arduamente reflexiva, la que permite llevar a cabo la función de la búsqueda de la “verdad”. Y si bien la filosofía la presento como el complemento de la literatura, por ser la que racionaliza y da coherencia a los conceptos que ella propone, la literatura también juega un papel complementario en la filosofía.
En primer lugar, se ve la labor que la filosofía hace sobre la literatura. Pero esta misma función permite ver el ejercicio filosófico como un acercamiento a lo real y a ver esta disciplina como modo de vida. Ya que es mediante esta característica como la filosofía cobra mayor conciencia de sí misma, racionaliza más sus reflexiones y tiene mayor participación con los otros, demostrando que literatura y filosofía tienen una gran relación.
Para terminar, quiero señalar que las dos disciplinas aquí relacionadas tienen un valor que traspasa sus definiciones técnicas. Porque ambas, dentro de sus funciones, más que presentarse como herramientas, se evidencian como un llamado al replanteamiento constante que el ser humano se debe hacer dentro de su existencia. Ambas, dentro de sus marcos y campos de acción, dibujan y plasman lo que es la realidad. Una como boceto de lo que lo cotidiano nos muestra. Y otra como motor que se interroga y no abandona el camino de la verdad así nunca lo pueda poseer.
Que sea entonces la literatura una buena forma de darle vitalidad, escenario y conflicto a eso tan “exquisito” que llaman filosofía.
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