Cada primero de septiembre surge una pregunta común: ¿por qué los cuatro meses finales del año —septiembre, octubre, noviembre y diciembre— comparten el sufijo -bre? La respuesta está en la evolución de los calendarios desde la antigua Roma hasta la actualidad.
En sus orígenes, el calendario romano creado por Rómulo contaba con solo 10 meses y comenzaba en marzo. De ahí que septiembre correspondiera al séptimo mes (septem), octubre al octavo (octo), noviembre al noveno (novem) y diciembre al décimo (decem). Sin embargo, este sistema dejaba sin contabilizar cerca de 60 días de invierno.
El rey Numa Pompilio, sucesor de Rómulo, reformó el calendario e incorporó enero —dedicado al dios Jano, protector de los comienzos— y febrero, mes destinado a los rituales de purificación. Así se completó el ciclo de 12 meses y el año comenzó a contarse desde enero.
Más tarde, en el 46 a. C., Julio César impulsó una nueva reforma con el calendario juliano, que fijó el año en 365 días e introdujo el año bisiesto para corregir el desfase solar. Posteriormente, en 1582, el papa Gregorio XIII ajustó el conteo de días y dio origen al calendario gregoriano, vigente en gran parte del mundo hasta hoy.
Aunque el orden de los meses cambió, sus nombres se conservaron. Por esa razón, septiembre ya no es el séptimo mes ni diciembre el décimo, aunque sus raíces latinas lo sigan indicando.
Este recorrido histórico explica por qué los últimos cuatro meses del año mantienen el sufijo -bre, una huella lingüística que refleja la transformación del tiempo a través de las culturas.
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