
Llegamos con formación, idiomas y experiencia, esperando contribuir y crecer, pero pronto descubrimos que lo que importa no es el talento ni la vocación, sino convertir cada relación en una oportunidad. Los contactos, los afterworks, las conversaciones casuales se transforman en fichas de un juego donde, si no rentas socialmente, quedas fuera. La transaccionalidad invade todo: la vida profesional y la social se fusionan en un único espacio donde cada gesto se mide por el beneficio que puede ofrecer. La educación, que prometía abrir puertas, ya no garantiza movilidad; los méritos se diluyen frente a la necesidad de posicionarse. La meritocracia se revela como una ficción, y la precariedad se instala como norma. Es un capitalismo extremo, que nos usa y nos evalúa por nuestra habilidad para extraer valor de cada interacción, dejando la vocación y la autenticidad en segundo plano. Somos jóvenes atrapados en un sistema donde todo es transacción, y sobrevivir implica adaptarse a unas reglas que explotan nuestra energía y distorsionan la idea misma de trabajo digno.

hace 1 semana
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