“En cinco horas veré a Jesús”: Crónica inspirada en Jacques Fesch

hace 20 horas 7

Por JAVA.

Este 7 de septiembre la Iglesia católica canoniza a Carlo Acutis y Pier Giorgio Frassati, dos jóvenes reconocidos por su fe y servicio. Sin embargo, no todos los que avanzan hacia los altares han tenido vidas ejemplares desde el inicio. Jacques Fesch, ejecutado en la guillotina en 1957 por el asesinato de un policía, comenzó su camino de conversión tras las rejas; su causa de beatificación fue abierta en 1993 por el entonces arzobispo de París, cardenal Jean-Marie Lustiger. Más allá de la religión, su vida recuerda que incluso en el abismo puede brotar un cambio que desafía nuestros juicios sobre culpa y perdón.

  • El frío de la madrugada se cuela entre los barrotes de La Santé. En la celda 42, un joven de veintisiete años se arrodilla junto a un catre de hierro. Tiene las manos apoyadas sobre un cuaderno gastado; la tinta negra corre sobre el papel como un río que ya no teme desbordarse. “Cinco horas más y veré a Jesús”, escribe, mientras escucha el goteo rítmico de una tubería que acompaña su respiración entrecortada.

    Nada queda del muchacho arrogante que, tres años atrás, soñaba con un velero surcando los mares del Pacífico. Aquel que buscó dinero fácil en un asalto torpe, que disparó a un oficial de policía y se convirtió, de un instante a otro, en el rostro aborrecido por toda Francia. Hoy, el silencio de la celda guarda un murmullo de letanías que él mismo improvisa, como si cada palabra fuese una flecha o cuerda lanzada al cielo.

    El guardia del pasillo bosteza, mira su reloj, se pregunta qué puede escribir un condenado a estas horas. Ignora que, en ese diario, Fesch ha dejado constancia de una vida que fue de absurdo en absurdo, y que muchos después entenderán como la transformación de un alma. “No soy ya el hombre que mató a Jean Vergne. Soy otro, hallado por una misericordia que no busqué”. Sus dedos tiemblan, no de miedo, sino de la certeza que le inunda.

    ***

    Cierro los ojos y la humedad de la celda se disuelve en el perfume de un jardín de Saint-Germain-en-Laye. Veo a mi madre encendiendo una vela junto al crucifijo, mientras mi padre —banquero incrédulo— nos observa con una sonrisa incrédula. La familia se deshilachó demasiado pronto: discusiones, silencios, un divorcio que partió mis cimientos. A los diecisiete abandoné la fe; a los veintiuno me casé con Pierrette por un impulso de responsabilidad cuando ella esperaba a Véronique, nuestra hija. Pero el amor me resultó estrecho, y París, con su ruido y sus luces, me sedujo hacia otras mujeres, otras promesas.

    Ficha policial Jacques FeschFoto de la ficha policial de Fesch.

    Mis días en el banco, traje y corbata, eran el disfraz de un vacío que me devoraba. Soñaba con huir, comprar un barco y perderme en el Pacífico. Cada tarde anotaba cifras mientras por dentro hervía el deseo de escapar. De repente, surgió la idea absurda del asalto a Alexandre Sylberstein, un cambista conocido, un gesto desesperado que selló mi destino.

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    Recuerdo aún el olor metálico de la pistola. 24 de febrero de 1954. París estaba húmeda, las luces de gas titilaban en Rue Vivienne. Empuñé el arma, repetí para mis adentros que sería rápido. Al entrar en la casa de cambio, vi el brillo de las monedas y el gesto receloso de Sylberstein. Todo ocurrió en segundos: su resistencia, mi violencia, dos golpes secos con la culata, y él se quejó ahogado. Corrí. El eco de los pasos del oficial Vergne me alcanzó en un callejón. Tres disparos rompieron el silencio y con ellos, una vida. El mundo se detuvo antes de que los agentes me redujeran entre gritos y esposas. Tenía veinticuatro años y había cruzado un umbral sin retorno.

    ***

    El juicio en 1957 fue un desfile de miradas acusadoras. La prensa hablaba de “asesino de policía”, la gente pedía justicia. Cuando el presidente del tribunal pronunció la sentencia —muerte por guillotina—, el rumor de la sala se me clavó en los huesos, pero no temblé; algunos mencionaron que estaba demasiado vacío para sentir, otros que estaba en shock por el veredicto; yo opino que tal vez fue un poco de ambas. Mi defensa apeló por una petición de clemencia al presidente René Coty, mientras tanto permanecería recluido en prisión.

    En mis primeros meses en La Santé apenas levantaba la mirada; el capellán y mi abogado insistían en hablarme de Dios y yo me encogía de hombros. Tenía veintiséis años y me sentía vacío, incrédulo. El ruido metálico de los cerrojos me parecía el único sonido real.

    Con el paso del tiempo, algo empezó a abrirse. Un año después de mi arresto comencé lo que luego llamaría “mi primera conversión”. Leía la Biblia durante horas, contestaba cartas del padre Thomas, un benedictino que me trataba como un hijo, y de mi suegra, a quien empecé a llamar “mamá”.

    Los dos últimos meses los he dedicado a un cuaderno para Véronique, mi hija de seis años. Lo titulé con sencillez “Journal spirituel”. En esas páginas derramé mi culpa y mi deseo de reparación: He matado, sí; lo confieso y lloro. Pero confío en un Dios que muere por sus asesinos. Quiero que, cuando crezca, sepa que su padre no terminó sus días en la desesperación, sino abrazado a una esperanza que no había conocido en libertad, después de todo “el corazón se abre cuando ya no hay nada que perder”.

    Hoy es 1 de octubre de 1957, el día de mi muerte (el indulto fue negado); al menos tuve una última alegría, pude unir mi destino al de Pierrette. La boda religiosa se celebró por poderes: ella, en Saint-Germain-en-Laye; yo, en mi celda, con el padre Thomas como testigo. Después me confesé y recibí la comunión, y aquí estoy recordando mi vida, que fue en su mayor parte mal vivida, pero que, sin duda, a pesar de la inevitable guillotina que me espera, tiene un final feliz.

    Son las cuatro de la madrugada y los guardias abren la celda. El pasillo huele a humedad y hierro. “Es hora”, dice uno con una voz firme y grave, pero susurrada como para no despertar a algún otro recluso. Me levanto y me pongo los zapatos, y me persigno. Veo la puerta de salida, sé que en el patio está todo listo para que caiga la afilada cuchilla sobre mi cuello, espero que mi sangre pueda servir para limpiar mis errores. “Mis últimas palabras serán Jesús, ten piedad de mí”.

    Arresto de Jacques FeschJacques Fesch el día de su captura en 1954. Foto tomada de Yahoo! Noticias. Keystone-France.
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      “En medio de un país que se vuelve a dividir, y a respirar aires de violencia, recordar que el Oriente ha sido pionero en diálogo y estrategias de paz y unidad, puede servir para dar respuestas eficaces a los mismos viejos problemas vividos antaño”.

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      Crónica merecedora de la única mención de reconocimiento en el I Premio Subregional de Crónica Carlos Jiménez Gómez.

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