Capítulo 15: La olla del río, la vara de guadua y la ciudad de hierro

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Capítulo 15: La olla del río, la vara de guadua y la ciudad de hierro

Resumen: Narrativa personal sobre la niñez en Uramita, Antioquia: aventuras, tradiciones, política y emociones de la feria ambulante

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Casi pierdo la vida

De niño, la diversión giraba en torno al río. Con mis amigos pasábamos tardes enteras pescando o dejándonos llevar por la corriente en neumáticos de carro. Nos lanzábamos desde el puente Cabuyal y flotábamos hasta el remanse, riendo, compitiendo, soñando.

Pero un día, esa inocente aventura casi me cuesta la vida. Mientras jugábamos, caí en una “olla”, esa temida trampa natural que succiona hacia el fondo sin aviso. Sentí cómo el agua me arrastraba y luchaba desesperadamente por salir, pero era inútil. Me estaba ahogando. Fue entonces cuando Iván Garra, que venía detrás, notó mi angustia, se lanzó sin pensarlo y me sacó. Me salvó. Desde entonces, desarrollé un profundo respeto —y miedo— por las aguas profundas. Aún hoy, los ríos me inspiran más temor que tranquilidad.

El Día del Campesino

Una de las fiestas más alegres del año era el Día del Campesino, organizado por la alcaldía. El parque se llenaba de música, concursos, comida, campeonatos de fútbol, carreras de encostalados y rifas. Pero mi evento favorito siempre fue la competencia para subir la vara de premio.

Enterraban profundamente una vara de guardia en la tierra, la embadurnaban de aceite negro quemado, y en la cima —que parecía tocar el cielo— colgaban un gran premio: una olla, una radiola, dinero, machetes, azadones, una bicicleta. Subirla era un reto casi imposible. Los campesinos se organizaban en equipos por veredas, diseñaban estrategias humanas, formaban torres de cuerpos resbalosos, hacían amarres en los pies, zanjas en la guadua, hasta que, con esfuerzo colectivo y aplausos del público, alguno lograba alcanzar la gloria. El parque estallaba en ovaciones. Era una muestra de ingenio, fuerza y espíritu comunitario.

Los partidos políticos de la época

En esos años, la política también era parte del paisaje cultural de Uramita. El pueblo se dividía principalmente entre dos partidos: Conservador y Liberal. Pero con el tiempo, el liberalismo se fragmentó en dos vertientes departamentales: una liderada por Federico Estrada y otra por Bernardo Guerra. Así nacieron los Federiquistas y los Guerristas.

Entre los Federiquistas locales estaban Tomás Pérez, Hunaldo Arango, Milito (mi papá), Humberto Rodríguez, Piñuela, Tocallo, Carlos Castaño, Darío Villa, Minda y Alfonso Henao.
Los Guerristas eran representados por Marta Correa, los San Martín, Maliel Duque, Fracasado, Elpidia y los Cifuentes.
Y los Conservadores, firmes y fieles, estaban encabezados por Juancho Puchas, los Quintero, los Hurtado, Marranero, Colorado y los Rúa.

En época electoral, llegaban comitivas desde Medellín con pendones, obsequios y publicidad vistosa. Después de las elecciones, nuestras madres reutilizaban esos pendones para confeccionar ropa. Recuerdo a mis primos luciendo sudaderas donde, por un lado, se leía “Vote por Federico”, y por el otro, el logo del Partido Liberal. Así de ingeniosa y recicladora era la vida en nuestro pueblo.

Cuando llegaba la Ciudad de Hierro

Pero si algo marcaba la infancia con luces y emoción, era la llegada de la Ciudad de Hierro, esa feria ambulante que convertía el parque o la cancha en un mundo mágico.

Las estructuras empezaban a levantarse y el pueblo entero entraba en efervescencia. Entre todas las atracciones, la más temida era la de las sillas voladoras, que giraban con una fuerza salvaje, desafiando la lógica —y el estómago. Como si no fuera suficiente vértigo, siempre había algún maldadoso que te empujaba desde atrás, haciéndote girar en tu propio eje hasta dejarte mareado, pálido… y, a veces, vomitado. Desde el suelo, era común ver el infame “destello de vómito” caer sobre los desprevenidos.

La rueda de Chicago ofrecía una vista imponente de Uramita. Los carritos chocones eran campos de batalla para los más competitivos, y los caballitos, una fantasía para los más pequeños. Todo estaba envuelto por el sonido de las tómbolas, el aroma de crispetas y algodón de azúcar, y esa ilusión intacta de ganarse un premio.

Reflexión final

Recordar estos episodios es revivir la esencia misma de Uramita: un lugar donde se entrelazaban la aventura, el humor, la política y la emoción. Donde casi pierdo la vida en una olla del río, pero también donde aprendí a valorar la amistad verdadera. Donde las ferias olían a dulces y adrenalina, y la política vestía a los niños con pendones reciclados. Todo eso, y mucho más, forma parte de esta memoria viva que se resiste al olvido.

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