Brainrot o de la podredumbre cerebral

hace 20 horas 8

“Acostumbrarnos a imágenes artificiales y a combinaciones absurdas de movimientos y sonidos nos conduce, poco a poco, a ignorar la magia que nos habita y que se encuentra en todo lo que nos rodea”.

Por Juan Ramírez.

  • John Sweller, psicólogo austríaco y profesor emérito de la Universidad de Nueva Gales del Sur, planteó en 1988 la teoría de la sobrecarga cognitiva: el cerebro no logra procesar bien la información cuando esta es excesiva. ¿No vivimos hoy justamente atrapados en esa saturación de datos que impide un verdadero conocimiento?

    Pienso en esto al revisar el fenómeno del Italian Brainrot, tendencia nacida en TikTok a principios del 2025 con un video de un tiburón generado por IA que bailaba repitiendo “tralalero tralala”. Lo que parecía un juego trivial se transformó en un universo con personajes absurdos —como Bombardino Crocodilo (cocodrilo-avión), Lirilì Larilà (elefante-cactus) o Brr Brr Patapim (mono-árbol)— y ha logrado incluso invadir el mercado con cartas y libros para colorear.

    Conviene advertir que el “brainrot” no es inocente: convierte el entretenimiento en un consumo masivo de estímulos absurdos, distorsiona la realidad y empobrece la imaginación, dejándola atrapada en un estado de incapacidad creativa. No es que romper la lógica de la cotidianidad sea en sí negativo, pero si se hace con estímulos desfavorables conlleva la imposibilidad de perfilarnos hacia un saber más abstracto. No solo se empobrece la imagen, también se amenaza el lenguaje por medio de un humor vacío y escaso.

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    Parece una obviedad, pero siempre es válido recordarlo: la estrategia del mercado global es incentivar la inmediatez como modelo de atención. Impactos visuales más que reflexivos, lugares que no dejen espacios al pensamiento y actividades que limitan ubicarnos en relación a temas vitales de la existencia. Dicho de otra forma: risas rápidas, estímulos cortos. Se disminuye la capacidad de pensarnos simbólicamente y poco a poco nos vamos volviendo incapaces de representar ideas abstractas y expresar sentimientos que nos ayudan a comprender mejor el mundo que nos rodea.

    ¿No es acaso la risa más que el juego lo que un niño desea? La diversión como estrategia del mercado aísla un humor más inquietante, como el que podemos encontrar en los libros de Ivar Da Coll o Werner Holzwarth y Wolf Erlbruch, o en juegos que dinamizan el cuerpo y estimulan el cerebro, permitiendo avivar referentes culturales.

    Sobre esto ahondó en gran medida Gilbert Durand, para quien la imaginación simbólica era una capacidad para mediar entre la fugacidad de la imagen y la permanencia del sentido. ¿No es justo esto último lo que está amenazado? Sin imaginación no hay sentido, sin sentido, nos desconectamos del mundo

    Más allá de un pánico moral o de una alarma en apariencia conservadora que denuncia el engaño y el consumo de redes sociales —cuyo efecto principal es incentivar la distracción, el aburrimiento y la estupidez—, lo que realmente está en juego es la manera en que vemos el mundo y configuramos nuestra realidad.

    Acostumbrarnos a imágenes artificiales y a combinaciones absurdas de movimientos y sonidos nos conduce, poco a poco, a ignorar la magia que nos habita y que se encuentra en todo lo que nos rodea. Aunque pueda parecer que abrimos paso a la creatividad y a la invención de algo nuevo, en verdad lo único que hacemos es repetir patrones vacíos, sin sentido.

    En este punto resulta inevitable preguntarse qué lugar queda para la experiencia profunda. “Cada uno es lo que hace con lo que hicieron de él”, escribió Sartre para referirse a la libertad y responsabilidad individual de cada ser humano, haciendo énfasis en el hecho de que no solo estamos constituidos por el pasado, sino también por la forma en que encaramos nuestro presente. Tenemos la obligación de dar sentido a lo que nos rodea, pero cuando lo inmediato coloniza la atención, no solo se reduce el horizonte de comprensión, también se fragmenta la memoria, y con ella la posibilidad de construir un relato coherente de nuestra vida. Sin memoria, la identidad se vuelve frágil; sin identidad, el pensamiento se vuelve incapaz de proyectarse hacia el futuro.

    Es paradójico, pero siempre se llega a lo mismo: contemplar y vivir en el asombro es el regalo más grande que nos podemos dar como seres humanos. Esto lo vienen señalando con gran fuerza los filósofos contemporáneos, que nos recuerdan la necesidad de detenernos y pensar más allá de la utilidad inmediata. Cuando sustituimos esa pausa por una sucesión interminable de impactos, lo que se erosiona no es solo el lenguaje o la imaginación, sino la capacidad misma de habitar el mundo con profundidad.

    ¿Cómo recuperar la conciencia de que lo esencial no se juega en la distracción pasajera, sino en la densidad simbólica que somos capaces de sostener? Allí donde se abre espacio para la palabra reflexiva, el silencio fértil y la creación consciente. Resistir, en este caso, no es un gesto de nostalgia, sino una apuesta por la libertad del pensamiento.

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