“Las bibliotecas, los libros y la lectura condensan la totalidad de su universo creativo, al punto de que en ellos Borges encontró su propia forma de existir”.
Por Juan Ramírez.
De todos los temas que habitan en la obra de Borges, los libros y la lectura son quizás los más grandes protagonistas. Al igual que en los cuentos, la poesía y el ensayo, la reflexión literaria fue fuente de otros escenarios para ahondar en los sueños, la memoria y la eternidad. ¿De qué forma vemos esto plasmado? ¿Cuál era el valor de la lectura para Borges y por qué podríamos decir que para él la lectura era una actividad esencial en la vida de los seres humanos? ¿Qué quiso decir cuando afirmó: “que otros se jacten de los libros que han escrito; yo me jacto de los que he leído”?
Fue justo un día como hoy, 24 de agosto de 1899, cuando nació uno de los escritores más importantes de la lengua hispana. Traductor, poeta, narrador y ensayista, Borges abarcó desde temas de índole onírica y filosófica hasta aspectos de literatura fantástica y ficción especulativa. Si bien los sueños, los laberintos, los espejos, la memoria y la eternidad son motivos claves en su obra, las bibliotecas, los libros y la lectura condensan la totalidad de su universo creativo, al punto de que en ellos Borges encontró su propia forma de existir.
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En él, escribir era también una forma de leer, y quizá la manera más íntima en la que se expresaba la felicidad. Para Borges, leer no tenía por qué ser algo obligatorio: “Yo digo a mis estudiantes que si un libro no les gusta, déjenlo”, decía. Sin embargo, no debemos confundir esta invitación con la idea de una lectura ligera o banal. Al contrario, la lectura, en su concepción, era una puerta hacia el asombro, un medio para abrirnos al infinito.
Esto lo vemos expresado con especial fuerza en El Aleph, al que describe como “uno de los espacios que contiene todos los puntos”. Aunque en el relato se refiere al ángulo del sótano de una casa, no es exagerado interpretar esto como una metáfora de la biblioteca. ¿Qué otro lugar podría simbolizar mejor la totalidad del universo y la infinitud de lo humano?
Durante sus años como director de la Biblioteca Nacional (1955-1973), Borges se definió como un bibliotecario ciego, una paradoja que dejó escrita en el Poema de los dones: “Yo fatigo sin rumbo los confines/ de esa alta y honda biblioteca ciega”. Con ello mostró que, incluso en la oscuridad, la imaginación podía recrear mundos y palabras que nos vinculan con la historia y los símbolos compartidos. Leer, entonces, es un destino común y personal: aquello en lo que nos volcamos como lectores en busca de sentido.
La lectura es, para Borges, un espejo: un juego de introspección donde los sueños protagonizan nuestro viaje y la nostalgia ocupa un lugar inevitable. Estaba lejos de concebirla como autodescubrimiento terapéutico o como sanación. La entendía más bien como una experiencia mística, un espacio donde lo inabarcable cobra forma. Así lo refleja en la metáfora de La biblioteca de Babel, donde la lectura se transforma en exploración de lo eterno y lo imposible.
Aquí pienso en el filósofo español Joan-Carles Mèlich, para quien la lectura es una exploración de lo incierto, una invitación a internarse en lo inacabado. En Borges esta idea se traduce en la imagen del laberinto: viajamos en las palabras hacia un horizonte sin fin, habitamos en ellas y, cuanto más las recorremos, más lejos estamos de agotarlas. “¿En el nombre de rosa está la rosa?” ¿Cómo se relacionan las palabras y el mundo? Vuelvo a El Aleph para ilustrar este dilema, cuando Borges escribe: “todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten”. Y me pregunto: ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph que mi temerosa memoria apenas alcanza a rozar?
Siempre reescribimos las historias que estamos leyendo. Ese es el sentido último del acto literario: el lector y el escritor se encuentran para compartir dos mundos infinitos que, por separado, serían experiencias fragmentarias, pero que en el encuentro cobran solidez. ¿No es acaso en ese diálogo con el otro —presente o ausente— donde descubrimos la versión más profunda de nuestra lectura?
De ahí que la lectura sea siempre un ejercicio circular. Un mismo párrafo nos habla de forma distinta cada vez que volvemos a él. Leer es siempre una expedición con posibilidad de retorno. No hay fin en la lectura; esta nunca se agota. Su valor reside en lo interminable y su sacrilegio, en la pretensión de pragmatizarla. Porque la lectura es más que un medio útil para acercarnos al mundo cotidiano: es la posibilidad de abrazar lo inconmensurable y de habitar lo eterno, aunque sea apenas por un instante.
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