Alcoholismo, juicio moral y juicio estético

hace 3 horas 2

Por Simón Vargas.

“Está tendido en la acera. Su alma está ausente. Su sensibilidad presente. No consigue conciliar el sueño. La cara sobre el dorso de la mano pretende una mínima comodidad. La gente pasa en sus raudos carros. Las estrellas brillan para el desdichado. ¿Qué hacer esta noche fatal? Intentar dormir, olvidar la intemperie. Sus pies tactan piedrecillas en el descampado lecho incomodándolo. ¿Vendrá esta noche el diablo con su conversación cautivante? ¿O llegará Jesucristo a increparlo diciéndole que es el peor hombre del universo?”[1]

  • Esta imagen escrita por el poeta colombiano Raúl Gómez Jattin ilustra de manera cruda y potente la tragedia del alcoholismo, en especial la de aquellos individuos alcohólicos crónicos tirados en las aceras de los parques que, tratando a tientas de sobrevivir, arrastran consigo el peso del prejuicio moral y el estigma social de la palabra alcohólico. Desde una perspectiva estética el alcohólico y los grupos de alcohólicos reunidos afean las calles, trastocan el orden público, estorban, huelen mal. Se suele pensar y decir incluso, sin ningún pudor, que este tipo de personas deberían desaparecer de nuestro camino. Basta cruzar el centro de Rionegro para ser testigos de la tragedia y del reflejo de rechazo y cancelación de las buenas gentes hacia estos desdichados que, en procura de sobrevivir, transgreden los códigos éticos y estéticos establecidos.

    Según la ciencia médica, el alcoholismo es una enfermedad neuropsiquiátrica crónica y compleja, que se caracteriza fundamentalmente por la pérdida de control y la dependencia física por la sustancia, una enfermedad que es además incurable, progresiva y mortal. Paradójicamente, al alcoholismo no lo define la cantidad ni la frecuencia con la que se ingiere alcohol; existen personas que beben a diario y no son alcohólicas y existen personas que beben cada seis mes o cada año y son alcohólicas; no es la cantidad ni la frecuencia lo que determina la enfermedad sino lo que pasa cuando bebemos, solo por nombrar algunos síntomas: incapacidad de controlar la bebida (alergia física de afinidad aparejada a una obsesión mental), lagunas mentales, síndrome de abstinencia, estados de depresión y desesperación, delirium tremens. Siguiendo esta premisa, el alcoholismo debería tener el mismo estatus que cualquier otro tipo de enfermedad crónica como la diabetes o el cáncer —al ser el alcohol una sustancia psicoactiva depresora del sistema nervioso central, históricamente legalizada y normalizada en el ámbito cultural—, solo que, a diferencia de aquellos quienes padecen algún tipo de cáncer o diabetes, el enfermo alcohólico es vilipendiado, maltratado y excluido de la sociedad con más vehemencia inclusive por parte de su entorno familiar. Aquí radica un primer sentido trágico de esta perversa enfermedad.

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    Es común ver en nuestro contexto cómo fracasan las estrategias de salud pública orientadas a mitigar y normalizar esta problemática social. Fracaso que fundamentalmente se debe a que desde muchos lugares e instituciones (administraciones municipales, hospitales, policía, familia, iglesia, etc.) aún se concibe la enfermedad del alcoholismo como un asunto de moral, entre marcos de comprensión binarios y cerrados; el bien y el mal, lo bonito y lo feo, lo que merece la pena ser salvado y lo que debe ser desechado. No logramos interiorizar como sociedad que el alcoholismo no es un asunto de moral y que lo primero que hace un enfermo alcohólico en fase crónica al abrir los ojos, es buscar instintivamente la botella para sobrevivir, porque a diferencia de otras sustancias psicoactivas, el síndrome de abstinencia del alcohol ¡MATA! El gesto de comprar la botella de alcohol etílico en la farmacia, por grotesco que parezca, es un simple acto de supervivencia. El alcohólico no disfruta ser alcohólico, el alcohólico sufre en soledad como ningún otro padecimiento humano, he aquí otro sentido trágico de la enfermedad.

    Cambiar los imaginarios sociales respecto a este fenómeno de salud pública. Cooperar sin juzgar con lo que actualmente representa la problemática del alcoholismo a nivel colectivo. Es el primer paso para reivindicar el estatus de enfermedad y reconocer y abordar este flagelo desde enfoques interdisciplinarios biopsicosociales más eficaces. El alcohólico no es culpable de su enfermedad; puede ser responsable en la medida que, como sociedad, con empatía y respeto, pongamos un espejo en su rostro y lo acompañemos a ser consciente de que la enfermedad, esta trágica enfermedad, debe ser tratada y acompañada sobre una base médica, humana y espiritual.


    [1] De la versión contenida en Amanecer en el Valle del Sinú, antología poética (2004). Fondo de Cultura Económica.

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